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¿Por qué mi corazón está tan inquieto y no encuentro paz?

El camino espiritual es un proceso constante

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Cuando somos jóvenes, nuestro corazón está lleno de inquietudes: ansias de vivir, de autoconocernos, de demarcar nuestra identidad e independencia, de conocer el mundo, de explorar. Hasta allí, todo bien.

A esta “inquietud” se suma la creencia de que pasará de largo una vez que hayamos alcanzado todos los ítems de la lista que la sociedad nos enseña: la obtención de un título y una profesión, el ejercicio del trabajo, la prosperidad económica, el establecimiento de una pareja y una familia… en fin… todo un paquete que se nos presenta como “éxito”.

¿Pero por qué cuando conseguimos todo o casi todo de esta lista, seguimos sintiendo esa misma inquietud, y adquiere además un tono vacío y descolorido?

Parece entonces que lograr la lista no es suficiente, porque algo de la experiencia humana está más allá de los planes establecidos por la sociedad.

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La inquietud humana, esa cosa de estar constantemente en búsqueda de algo, tiene que ver con la necesidad de descubrir la Verdad, con mayúscula. Es decir, la necesidad de descubrir el sentido de la vida, la profundidad de la experiencia, sea cual sea… La necesidad de volver el rostro a Dios. La inquietud, por tanto, es una inquietud espiritual. Y sin esa inquietud, no avanzaríamos espiritualmente.

Al término de esta inquietud, Dios nos espera con los brazos abiertos. La inquietud es necesaria para que no nos estanquemos en el camino, para que nuestra marcha sea constante. ¿Hacia dónde? Hacia la Verdad que descansa en Dios. Él es nuestro origen, nuestro motor y nuestro fin.

La inquietud es el signo empírico de que hemos sido creados para la búsqueda de un propósito mayor, que no se limita a la consecución de las metas sociales. Particularmente, Jesús nos enseña que la experiencia de Dios está unida, indefectiblemente, a la experiencia del amor concreto hacia los hermanos.

Eso quiere decir que hemos sido llamados a un fin superior muy específico: hemos sido llamados para amar. ¿No es acaso ese el principal mandamiento que Jesús transmite: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo? Amar es, por tanto, nuestra vocación humana.

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La vocación del amor: la inquietud hermosa

Vocación es, etimológicamente, la voz que nos dicta el camino al que estamos llamados. La voz que nos llama y nos muestra la plenitud de nuestro ser y nuestro horizonte, y frente a la que sentimos el impulso de obedecer.

Respecto de la vocación, la inquietud puede percibirse de dos maneras, despendiendo de cómo esté nuestra alma en ciertos momentos determinados:

  1. En las situaciones de pecado, es decir, aquellas situaciones que generan en nosotros y en otros sentimientos de aprehensión, falta de libertad u opresión, nos crean un estado de inquietud que no nos permite hallar la paz.
  2. En las situaciones de luz, aquellas que inspiran en nosotros y otros sentimientos de libertad, plenitud y confianza, los cuales siembran una inquietud vivificante que nos impulsa a seguir nuestra vocación de amar.

Por eso, siempre tendremos inquietud. Ambas formas de inquietud son buenos signos, porque significan que sabemos que debemos avanzar a partir del punto en que estamos detenidos.

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Cuando la inquietud nos roba la paz, es hora de detenernos un momento, evaluar nuestra vida y retomar la marcha hacia la paz, porque ese tipo de inquietud expresa que en nosotros existe una división interna en nuestro corazón que debe ser atendida.

¿Qué hacer cuando la inquietud nos roba la paz?

Tres elementos serán fundamentales en este proceso para todo creyente, especialmente un creyente cristiano, aunque no solamente para este:

1.- Acudir a los sacramentos. Los sacramentos son signos visibles de la presencia invisible de Dios. En la práctica de los sacramentos hacemos signos visibles de nuestra fe en Dios y, a su vez, nos vemos fortalecidos porque los compartimos con otros que tienen un corazón tan inquieto como el nuestro. Acudir a los sacramentos implica poner algo de nuestra parte, ponernos en marcha. Es el acto simbólico de salir al encuentro de Dios, y de allí su importancia. Es cierto que algunas personas viven los sacramentos como rutinas y normas de conducta, pero un corazón inquieto, un corazón sediento, sabrá hallar en ellos el agua de la vida eterna.

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2.- Practicar el desapego. Esto es particularmente difícil en el mundo actual, dominado por la cultura del consumo y la posesión. Ni siquiera la realización de nuestras metas será fuente del cese de la inquietud que roba la paz, porque ello significaría apego a un plan que expresa necesidad de control. Hay que desapegarse de las cosas y también de las circunstancias. Somos más que eso. Somos experiencia continua, y Dios nos construye y constituye cada día a través de su relación con nosotros que no acaba, que nos alimenta en cada minuto para siempre. No quiere decir con esto que no debemos luchar por nuestro pan o por realizar las actividades que nos gustan, pero debemos entender que ellas no ocupan todo. El trabajo o las cosas no pueden ser vividos como dioses que piden sacrificios. Ellos deben ser vividos como medios y recursos para la vida.

3.- Vivir la vocación del amor. Por encima de cada mandato social, o de cada forma de ganarse el pan o cada forma de servir, está la experiencia del amor. Lo absoluto en nuestra vida no puede ser la obtención de un título universitario, por ejemplo, sino la experiencia de brindar actos concretos de amor a través del servicio que hemos aprendido a practicar en la universidad. La vocación profunda no es la carrera o el oficio que escogemos. Ese es el modo a través del cual podemos expresar la vocación espiritual de nuestra existencia: la multiplicación del amor. Quien vive el amor, encuentra la santa inquietud, la que trae la alegría, el movimiento, la plenitud.

En este vídeo, usted podrá encontrar palabras de aliento para los momentos de inquietud:

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